jueves, 14 de abril de 2011

Tras el velo de la noche

Allí estaba otra vez. Podía oírlo. Podía sentirlo.

Escondió con premura el rostro entre las sábanas y el color azul lo inundó todo. Contuvo la respiración, dejando que el silencio se extendiese por toda la estancia.

El ruido cesó de repente, como ocurría cada noche. Sentía en su pecho la presión de los latidos de su desbocado corazón. Poco a poco retiró las sábanas hasta dejar al descubierto sus aterrados ojos. Dos puertas de cerezo se alzaban, altivas y amenazantes, ante él. Custodias del pasadizo hacia el origen de todos sus miedos, jaula de pesadillas inenarrables... guardianas de su ropa interior.

Había llorado, rogado e implorado que le cambiasen de habitación, pero sus padres, lejos de hacerle caso, habían optado por llevarlo a un trasnochado psicólogo que aprovechaba las pausas entre confesiones de sus pacientes para echar mano de petaca metálica llena de whisky.

“Terrores nocturnos. Algo propio de su edad” había dicho. Él no había tenido que soportar los susurros, los golpes, los chirridos, la respiración de aquel extraño... la ronca voz que lo llamaba.

Más de una vez estuvo tentado de levantarse, abrir las puertas y dejar que el destino decidiese el final, pero no había logrado siquiera acercarse a más de tres pasos de las manillas. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, estremeciendo cada fibra de su ser. Aún recordaba aquel extraño ojo observándole a través de la rendija.

Dio media vuelta y cerró los ojos con fuerza, dispuesto a ignorar cualquier perturbación. Al final todo cesaba.

Un susurro, un suspiro y una nueva lágrima derramada en el interior del armario. Aquella noche tampoco conocería al pequeño que, cada crepúsculo, se acostaba en la cama de sábanas azules.

jueves, 7 de abril de 2011

Entremeses de jamón

Priscila Adelaida entra en la cocina, donde encuentra a su atareada madre friendo unas croquetas de jamón en una requemada sartén. Se sitúa detrás de ella y, después de carraspear ligeramente, comienza a hablar.

-Disculpe, madre. ¿Sería usted tan amable de plancharme la camisa blanca con puntillas en la pechera?

Amancia aparta la sartén del fuego y se vuelve hacia su hija con gesto inquisidor. Levanta la ceja derecha, destacando la presencia de unos aparatosos rulos de plástico azul en su cabello. Después de secar sus manos en el delantal a cuadros que cuelga de su cintura, responde.

-¿Y se puede saber para qué quieres esa camisa? Es la de los domingos y, si empiezas a ponértela a diario, amarilleará.

-Madre, es que voy a salir a dar una vuelta esta tarde.

-¿A dar una vuelta? -se escandaliza- ¿Dónde? ¡¿Con quién?!

-Una vuelta por el parque con... Miguel. -Priscila se encoge ante lo que se le avecina.

-¡¿Migueeel?! ¿Qué Miguel?

-El del taller. Es que... me ha pedido relaciones. -La hija se escoge aún más.

Amancia se llleva la mano al pecho trágicamente y toma aire. Uno de los rulos amenaza con caer.

-¡¡¿Qué te ha pedido quéeeeeeeeeee?!! ¡Ay, Manolo! ¡Tú hija nos quiere matar de un disgusto!

Se oye el sonido de un periódico cerrándose, seguido de un golpe, proveniente del salón. Las dos mujeres callan. Los pasos retumban en el pasillo. Manolo se acerca.

Cuando la vida se torna aburrida, sólo hay que cambiar el cristal con el que se mira.