viernes, 8 de enero de 2010

Sobre lo común de la diferencia.

Hoy, durante las clases, no he podido evitar escuchar un retazo de la conversación que mantenían dos compañeros sentados detrás mío. Uno de ellos hablaba sobre sus intentos por ser diferente, por salirse de las convenciones sociales más extendidas. 

Su tono de voz me dio a entender que tales esfuerzos eran algo totalmente voluntario (y hecho a propósito), a pesar de que, cuando su interlocutora le reprochó ese hecho, se apresuró a aclarar que la música que escuchaba, su modo de vestir, de comportarse... eran fruto de sus preferencias personales y que lo inusual de las mismas era sólo casualidad. Yo (oído avizor) no le creí.

No sé si será una impresión mía o quizás un hecho demostrable, pero encuentro que cada vez más gente intenta separarse de lo convencional para adentrarse en las llamativas sendas de LO DIFERENTE. Niños que se rebelan contra los padres, jóvenes que se niegan a cumplir las normas, ancianos que desean vestir como si tuviesen treinta años... cualquier edad es buena para demostrar su individualismo y sus deseos de romper con lo preestablecido a cualquier precio (aunque en algunos caso se la pérdida de la dignidad). 

Pero con cada nuevo adepto, el culto a la diferencia pierde un poco de su trasgresión, de su esencia. La diferencia es cada vez menos diferente. 

Quizás esta corriente siga consiguiendo seguidores hasta que los antes considerados "normales" pasen a ser los "bichos raros". Quizás este proceso se detenga y se invierta hasta que todos alcancemos una total uniformización. O quizás, puestos a conjeturar, una zanahoria gigante venida de un lejano planeta nos enseñe a todos a mostrarnos tal y como somos en realidad, sin máscaras ni edulcorantes. 

Al final, sólo nuestro espíritu marcará la diferencia.